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La extraña derrota

Written by Debate Plural

Juan José López Burniol (El Pais, 12-10-04)

El pasado agosto se celebró el 60º aniversario de la liberación de París por el ejército aliado, en cuya vanguardia, la división Leclerc, abundaban los soldados republicanos españoles exiliados. La justificada solemnidad de la conmemoración, así como la oportunidad del tardío reconocimiento de la heroica aportación de nuestros compatriotas, no impiden que retorne recurrente una vieja cuestión: ¿a qué se debió el imprevisible y rápido desplome de Francia frente a la embestida hitleriana?

A esta pregunta pretendió dar respuesta Marc Bloch, con un testimonio escrito en 1940: La extraña derrota, editado en España el pasado año. No se trata de un testimonio cualquiera. Marc Bloch fue uno de los grandes historiadores franceses del siglo XX. Nacido en Lyón el año 1886, en el seno de una familia judía, siguió con distinción la carrera universitaria hasta que, en 1937, fue nombrado catedrático de Historia Económica en la Sorbona. Allí hizo amistad con otro historiador ilustre, Lucien Febvre , con quien fundó los Annales d’Histoire Économique et Sociale, que innovaron fuertemente la metodología histórica y ejercieron una enorme influencia. Al estallar la II Guerra Mundial, Bloch, que había alcanzado el grado de capitán en la primera, se presentó voluntario y, tras el desastre, se enroló en la Resistencia. En marzo de 1944 fue detenido por la Gestapo. Entonces, en palabras de Georges Altman, fue «penoso saber que lo habían golpeado, torturado, que ese cuerpo delgado, de una distinción tan natural, que ese intelectual tan sutil, tan mesurado, tan orgulloso, había sido hundido en el agua helada de una bañera, temblando y ahogándose, que había sido abofeteado, azotado, ultrajado». Fue fusilado en Trévoux, el 16 de junio de 1944. Dejó mujer, seis hijos y un testamento en el que se lee: «Afirmo ante la muerte, si es necesario, que nací judío y que nunca se me ha ocurrido negarlo. En un mundo presa de la barbarie más atroz, la generosa tradición de los profetas hebreos, que el cristianismo, en su vertiente más pura, retomó para ampliar, ¿no sigue siendo acaso una de nuestras mejores razones de vivir, creer y luchar? (Pero) ajeno tanto a cualquier formalismo confesional como a cualquier solidaridad supuestamente racial, me he sentido toda la vida ante todo simplemente francés».

Éste es el hombre que, recién consumada la humillación de Francia, escribió que la causa inmediata del desmoronamiento fue «la incapacidad de los mandos» y no una pretendida inferioridad numérica de las fuerzas y de los armamentos desplegados en el frente. La derrota se debió, en primer lugar, a un déficit intelectual y a una deficiencia administrativa. Pereza mental y rutina burocrática puestas al servicio de un dogma falso: la guerra defensiva. Todo ello bajo la jefatura de unos generales viejos, incapaces de reaccionar ante la nueva realidad emergente de la guerra relámpago. Pero Bloch se apresura a señalar que una crisis nacional nunca es responsabilidad exclusiva de un cuerpo profesional, siempre tiene raíces más profundas, por lo que es preciso dar también cuenta de las deficiencias de la sociedad francesa de la época. Parte para ello de la constatación de una realidad lacerante: la existencia de una debilidad colectiva, suma de numerosas debilidades individuales.

En esta línea, Bloch pone en evidencia el derrotismo de la derecha francesa, que ha sido «una tradición constante a lo largo de casi todo nuestro devenir», hasta el punto de que, entre las dos guerras, pasó del chovinismo impostado al appeasement temeroso. Asimismo, denuncia que las clases dirigentes francesas aceptaron la democracia mientras que el sufragio universal respetó «la dominación tradicional ejercida sobre las provincias por los notables de las clases medias»; pero en cuanto la «tragedia económica» de los años treinta precipitó la formación del Frente Popular, «la actitud de la mayor parte de la opinión burguesa fue inexcusable», y ésta se mostró incapaz de comprender el «entusiasmo de las masas ante la esperanza de un mundo más justo».

Pero también pone de relieve que «las masas sindicalizadas no supieron imbuirse de la idea de que, para ellas, nada era tan importante como imponer, con la mayor rapidez e intensidad, la derrota del nazismo».

Y tras preguntarse cuántos tuvieron las agallas de denunciar este estado de cosas antes de la guerra, concluye con dolor: «Hoy, 1940, nos encontramos en la horrenda situación de que la suerte de Francia ha dejado de depender de los franceses. Desde que las armas que no teníamos empuñadas con suficiente solidez se nos cayeron de las manos, el porvenir de nuestro país y de nuestra civilización es objeto de una lucha en la que la mayoría de nosotros no somos más que espectadores un poco humillados». Hasta aquí el testimonio de Bloch, que quizá evoque algún aspecto de la actual atonía europea. Porque si bien es cierto -como enseña el propio Bloch- que «dos acontecimientos no se reproducen nunca de una manera totalmente idéntica», tampoco cabe duda de que se dan similitudes, por lo que es lógico preguntarse si la suerte de Europa depende hoy esencialmente de los europeos o bien éstos asisten como simples espectadores a la partida jugada por otros contendientes.

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